Bravo. Sin embargo, la destrucción institucional de la izquierda – tarea que él personalmente casi ha culminado con éxito – privaría al país de indispensables contrapesos y oferta política. El mercado político se empobrecería, y estaríamos en un escenario duopólico, poco sano, que dejaría a una todavía significativa franja del electorado (15-20%) sin representación. Y no es que al decirlo aceptemos el chantaje de la violencia revolucionaria, aún latente en algunas trincheras de la izquierda.
Aunque nos cueste aceptarlo (a quienes no somos de izquierda), una democracia sin izquierdas sería una pobre democracia, como lo es también sin liberalismo (caso misterioso de México). Al igual que en la economía, una competencia débil siempre genera ineficiencias e inequidades en el sistema democrático representativo, y en la asignación de los recursos políticos del país. Una democracia vigorosa y eficiente exige un partido de izquierda competitivo, moderno y responsable, inteligente, institucionalizado e inequívocamente respetuoso de la legalidad. La candidatura del Gran Líder impediría por mucho tiempo satisfacer esa necesidad. La candidatura de Marcelo Ebrard abriría esa posibilidad.
Marcelo ha hecho un gobierno decente en el Distrito Federal. Ha sabido mantener a raya a la inseguridad y a la delincuencia, no ha acumulado deudas escandalosas, ha mantenido una importante y electoralmente productiva red de protección social, construido infraestructuras significativas en alianza con el sector privado, ha promovido exitosamente la inversión inmobiliaria, se ha comprometido con el transporte colectivo y no motorizado (metro, metrobús, RTP en Supervía y segundos pisos, bicicletas), ha defendido derechos y libertades esenciales (como un liberal), y hasta ha llevado a cabo gratas intervenciones para restituir cierta dignidad y funcionalidad a un decaído espacio público (Madero, Centro Histórico, Garibaldi, Plaza de la República). Su pasivo mayor es tal vez haber sido incapaz de sacudirse la camisa de fuerza corporativa del ambulantaje y de otros poderes fácticos en la ciudad; algo explicable – aunque no justificable – por la naturaleza y estructura clientelar de su partido, y por los malabarismos políticos a los que ha estado obligado.
