viernes, 22 de julio de 2011

¿POR QUÉ NO HAY GRANDES PROYECTOS EN MÉXICO?


Hay nostalgias (objetivas, o distorsionadas por las brumas del tiempo) por el Ancien Régime, y frustración con los resultados de la alternancia. Son dos referentes que ayudan a entender  preferencias electorales y proyecciones hacia la elección federal de 2012. Sin duda hay otras variables en juego, que harán fluctuar las tendencias en mayor o menor medida, o incluso revertirlas. Sin embargo, nostalgias y frustración permanecerán como constantes. Un factor que nos permite entenderlas (aunque algunos puedan no compartirlas), es la minusvalía para  concebir y emprender grandes proyectos de infraestructura y desarrollo regional, que se ha instalado en México durante las últimas décadas. Probablemente es consecuencia de la  dispersión del poder en una generación de políticos más bien pequeños; de una manifiesta incapacidad de percibir y asumir el largo plazo (en el escenario de un nuevo proyecto nacional); y de la polarización, rencor y cinismo paralizantes,  sembrados obsesivamente desde la izquierda por un perverso mesías de aldea. La minusvalía duele cuando volteamos la mirada hacia la mitad del siglo pasado, cuando, por ejemplo, grandes proyectos hidroeléctricos fueron el núcleo de novedosos complejos de infraestructura en el Grijalva (Malpaso), el Papaloapan (Miguel Alemán),  el Balsas (Infiernillo), y cuencas del noroeste. 

Llevarlos a cabo exigió no sólo de una visión regional integrada  (diríamos también, interdisciplinar) y notable destreza técnica, sino de capacidades de investigación, planeación, desarrollo, logísticas, gerenciales y políticas, hechas posibles sólo en una institucionalidad inédita: las Comisiones de Cuenca, organismos regionales semi-autónomos inspirados en la Tennessee Valley Authority de la época, en los Estados Unidos.  Se establecieron directamente por decisión presidencial y decreto del Congreso de la Unión, con una arquitectura jurídica e institucional muy ambiciosa, y fueron habilitadas para “…. planear diseñar y construir las obras requeridas para el integral desarrollo,…. []con las más amplias facultades para la planeación, proyecto y construcción de todas las obras de defensa de los ríos,  riego, desarrollo de energía y de ingeniería sanitaria,  vías de comunicación comprendiendo vías de navegación, puertos, carreteras, ferrocarriles, telégrafos, y las relativas de creación y ampliación de poblados, y tendrá también facultades para dictar todas las medidas y disposiciones en materia industrial, agrícola y de colonización” .Es verdad que este arreglo institucional se agotó, una vez que sus objetivos básicos se fueron cumpliendo, pero, especialmente, cuando fue evidente que la perspectiva regional o fisiográfica en que operaban (y los intereses de sus vocales ejecutivos) entraba en conflicto flagrante con las jurisdicciones políticas y facultades de los gobiernos estatales. El caso más notable fue el de la Comisión del Papaloapan, y de su vocal ejecutivo, el Ingeniero Jorge L Tamayo, en torno a la construcción de la presa Cerro de Oro y la consecuente reubicación de campesinos chinantecos hacia el Uxpanapa. Ésta, por cierto, provocó uno de los episodios más dramáticos de destrucción ecológica ocurridos en  México, al desmontarse cientos de miles de hectáreas de bosques tropicales húmedos en la primera mitad de los años setentas del siglo XX. Pero esa es otra (verdaderamente trágica) historia.

La que ahora nos ocupa  es ilustrar el papel insustituible  de  políticas y políticos visionarios al más alto nivel, y de diseños  institucionales específicos  para el desarrollo de proyectos de gran impacto regional con fuertes dimensiones económicas, técnicas, financieras y presupuestales, y sociales,  en una multiplicidad de sectores o áreas de actividad (hidráulico, energía, comunicaciones, desarrollo urbano).  Desde luego, todo ello tiene como condiciones necesarias  motivaciones políticas más o menos trascendentes (incluso, apuntaríamos, históricas) codificadas a partir de una visión de país a largo plazo compartida por actores relevantes y segmentos amplios de la opinión pública, y  expresadas operativamente en liderazgos funcionales, y  capacidades  directivas, de persuasión, negociación y concertación. Tales condiciones, es obvio, ya no están presentes  en México. Eso puede provocar nostalgia y frustración.

viernes, 15 de julio de 2011

LA INGENIERÍA MEXICANA Y EL REGRESO DEL PRI

La ingeniería mexicana nació y murió en el siglo XX. El México que hoy tenemos es esencialmente la obra de este pasado vivo aún en la memoria reciente, atestiguada con ardor patriótico en los noticiarios del cine por la voz de Fernando Marcos y el huapango de Moncayo: las grandes presas del Grijalva y del Balsas, centros médicos, campus universitarios, acueductos, túneles y drenajes,  puertos industriales,  puentes y autopistas,  aeropuertos, metro, e instalaciones olímpicas. Si Porfirio Díaz acudió a  ingenieros del exterior (destacadamente Pearson) para crear una envidiable red ferroviaria, el gran canal del desagüe, el primer sistema moderno de puertos, y un asombroso acervo  de edificaciones cívicas y culturales, la Revolución formó y encargó a la ingeniería nacional su obra constructora. El florecimiento de  escuelas de ingeniería en la UNAM y el IPN, y de empresas emblemáticas como ICA no puede entenderse al margen de esa épica. 

El costo de la corrupción no aparecía en la contabilidad de la opinión pública, no por cinismo, sino por explicable encandilamiento. De un país conducido por  generales y licenciados, México pasó a ser un país llevado en vilo por una generación de ingenieros; los más, brillantes y emprendedores, destacadamente, Bernardo Quintana.  El desarrollo de la  ingeniería en México fue consecuencia de lo que hoy llamaríamos una verdadera política industrial. Podría decirse que la ingeniería civil fue una ideología en sí misma, y el brazo ejecutor de un gran proyecto nacional, que en sus mejores momentos, para qué negarlo, llegó a ser inspirador. La democracia y la alternancia trajeron método, pero no contenidos, impusieron la dispersión del poder y ostentosas incapacidades directivas; nos dejaron huérfanos de proyecto nacional.  Sólo la rutina de presupuestos gubernamentales básicos aplicados en mantenimiento y extensión incremental de la infraestructura legada desde el siglo XX,  edificios privados, ciertas obras viales, y excepciones inerciales como el Emisor Oriente del Drenaje Profundo y la línea 12 del metro en el DF, mantienen en vida precaria a la ingeniería mexicana.

Nuestra ingeniería sufrió con la apertura económica, al enfrentar en desventaja a empresas extranjeras que han venido con su propio financiamiento internacional bajo el brazo. La calidad de la educación pública decayó, mientras que los jóvenes ahora buscan prestigio, satisfacción profesional  y altos ingresos en disciplinas menos demandantes. De hecho, numerosas escuelas de ingeniería civil han cerrado o han estado a punto de hacerlo. Languidecen el Colegio de Ingenieros Civiles y la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción.

Los proyectos de ingeniería son el lenguaje físico de cualquier proyecto nacional, y su ausencia, el silencio de la orfandad. Esta verdad se palpó con tristeza en torno a las celebraciones del bicentenario de la Independencia, cuando no hubo la convicción, ni energía, ni destreza mínima para construir un simple monumento ornamental en el Paseo de la Reforma (Estela de Luz). Porfirio Díaz, desde Montparnasse (¿o ya estará en Oaxaca?) sin duda se regocijó, al saber que cien años después, su espléndida obra conmemorativa creció en la perspectiva de nuestra mediocridad.



En su peor desenlace, el ánimo constructor visionario del siglo XX degeneró en el financiamiento hipotecario masivo a la proliferación anárquica de millones de viviendas, aisladas de las ciudades, y ensambladas  en  infames panales monotemáticos  en periferias urbanas. Muchas firmas de ingeniería desaparecieron, y ocuparon su lugar empresas de vivienda de bajo costo que se multiplican bajo la égida del INFONAVIT, y se organizan en su propia cámara. Lo que hacen, no requiere de ingeniería seria, sino de astucia para maximizar utilidades bajo las reglas del juego puestas por el propio INFONAVIT. No es su culpa. Sin proyecto nacional ni capacidades directivas no hay proyectos trascendentes posibles. Tampoco ingeniería nacional. Algo tendrá que ver esta nostalgia – legítima – con el anunciado regreso del PRI al poder federal.

martes, 12 de julio de 2011

MEDIO AMBIENTE, JAQUE A LA INDUSTRIA AUTOMOTRIZ

Hacer política ambiental con frecuencia equivale a hacer política industrial. La ausencia de regulaciones en México sobre emisiones de gases de efecto invernadero para vehículos abre la puerta a autos y camionetas chatarra de Estados Unidos, de acuerdo a las reglas del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. La principal industria del país, la automotriz, sufre entonces competencia desleal, y una (literalmente) sucia embestida que amenaza al crecimiento económico y a la generación de empleos. Ni más ni menos. La exigencia al Gobierno Federal de expedir cuanto antes normas oficiales mexicanas de emisión de CO2 por kilómetro (en realidad, normas de eficiencia energética), tanto a vehículos nuevos como usados, no deriva sólo del imperativo de combatir el calentamiento global y de mejorar la calidad del aire. También pretende evitar un enorme daño a la planta industrial. Y no se trata sólo de la expedición de las normas oficiales mexicanas correspondientes, sino de crear la infraestructura necesaria de inspección y vigilancia para impedir que vehículos altamente contaminantes e ineficientes ingresen y circulen en el  país.

En días pasados, la Secretaría de Economía expidió un nuevo decreto que flexibiliza la importación de vehículos usados procedentes de Estados Unidos y Canadá, que ahora podrán tener menos de 10 años de antigüedad. Sólo se les impondrá un 10% de arancel que es insignificante como disuasivo o como compensación por los impactos ambientales que generan. (Al menos la recaudación de este arancel debiera etiquetarse para financiar un sistema eficaz de inspección y vigilancia, si es que algún día el Gobierno Federal emite la normatividad correspondiente). Se trata de autos y camionetas desechados en aquellos países por su pésimo estado mecánico, obsolescencia general, consumo voraz de combustible, y ostentosas emisiones de contaminantes y de CO2. Los subsidios a la gasolina que otorga nuestro Gobierno Federal hacen atractiva la importación y el uso de tales vehículos. Sin subsidio, probablemente este problema desparecería en forma casi automática.

Algún economista podría argumentar que la importación de autos chatarra a precios bajos es una decisión soberana de los consumidores en busca de un mayor bienestar, y que por tanto en aras de la eficiencia económica, debe respetarse. Sin embargo, sería un argumento por lo menos parcial y por lo más, tramposo, ya que no consideraría los subsidios a la gasolina ni los tremendos costos externos (externalidades) e impactos en bienes públicos clave como la calidad del aire y la estabilidad climática, independientemente del efecto nocivo de tales vehículos en la imagen urbana.

El caso es que con la vía libre a la importación de vehículos usados y con los subsidios a la gasolina, la frontera mexicana se ha convertido en un sumidero de chatarra rodante, que de otra forma hubiera terminado re-fundida en hornos siderúrgicos de arco eléctrico para la manufactura de nuevas piezas de acero. Es posible que la eliminación  de la tenencia el próximo año agrave el problema.

Ciertamente, no es viable pensar en ir contra las reglas del Tratado de Libre Comercio, pero sí es fundamental urgir a las autoridades ambientales del país a que hagan su trabajo, por años anunciado y pospuesto. La normatividad sobre emisiones de CO2 o eficiencia energética incluso está prevista y comprometida quizá como una de las pocas acciones verdaderamente relevantes – como instrumento regulatorio real de política pública – en el  llamado PECC (Programa Especial de Cambio Climático), que ha sido la etiqueta de política climática de la actual administración.  Es claro que esta normatividad sería uno de sus escasos legados posibles, en una materia – como la ambiental – que se ha vaciado de contenidos. 

viernes, 1 de julio de 2011

EL LADO OBSCURO DEL FEDERALISMO

No sólo son las policías locales – devoradas por la corrupción y capturadas por el crimen organizado –   evidencia de falla en el federalismo mexicano y en la gobernanza local. Lo es también el desempeño municipal en casi cualquier rubro relacionado con la gestión del territorio, y con servicios públicos esenciales. Algo está mal con las reformas hechas al Artículo 115 Constitucional  hace casi treinta años, y que concedieron a los ayuntamientos facultades  virtualmente exclusivas en cuestiones torales para la República. Si bien la debilidad en la gobernanza local se ha revelado violentamente con la implosión de los aparatos municipales de seguridad, hay otras líneas de expresión de enorme gravedad.
 
Una de ellas es el descontrol en la gestión del territorio (facultad municipal exclusiva), que se manifiesta a través de invasiones o de desarrollos caóticos de  vivienda  en áreas periféricas, que se conjugan con la  decadencia consecuente de la centralidad  urbana; fenómeno común a casi todas las jurisdicciones municipales, propias y contiguas a las grandes ciudades. Otra es la gestión deplorable de los sistemas de agua en gran parte de los municipios del país (La Gestión del Agua en las Ciudades de México 2011. Consejo Consultivo del Agua), de lo cual escapan sólo un número reducido de casos virtuosos como León, Monterrey, Saltillo, Aguascalientes, Tijuana, y algunos más. Una más es la incapacidad recurrente de manejar los  residuos en rellenos sanitarios profesionales, y la proliferación de basura que tapiza  derechos de vía de carreteras, así como ríos, canales,  presas y cañadas. Peor es el vertido de aguas residuales municipales sin tratamiento alguno y la contaminación severa de ríos y aguas costeras. Esto, a pesar de la existencia de normatividad federal específica. En realidad es letra muerta para los gobiernos municipales, que en su gran mayoría la  incumplen olímpicamente; por cierto, al igual que las iniciativas de control de confianza, certificación y coordinación policiaca promovidas desde el gobierno federal.

Después de treinta años de euforia descentralizadora, el federalismo  mexicano está en una crisis de funcionalidad; mucho quizás, tiene que ver el carácter efímero de los gobiernos municipales – sólo 3 años sin posibilidad de reelección.  Es verdad que el propio Artículo 115 Constitucional prevé que los municipios observen leyes federales en  las materias en que se les otorgan facultades exclusivas. Sin embargo  esto es una declaración casi retórica. Por ejemplo, no existe legislación de servicio público de agua que regule a los gobiernos municipales en cuanto a calidad, tarifas, coberturas, eficiencias y desempeño ambiental. Y aunque la hubiese,  probablemente tampoco se haría cumplir, como las normas oficiales de vertido de aguas residuales, y de rellenos sanitarios (NOM 001 y NOM 083, respectivamente). Los programas o planes de desarrollo municipales son  ignorados por ocupaciones ilegales del territorio y por simples actos de corrupción en el otorgamiento de licencias de uso del suelo y de construcción, o por connivencia corporativa con clientelas políticas. Hay que reconocer también, que en la gestión del territorio, los municipios se topan con la caja negra  del mundo agrario mexicano, donde tierras ejidales y comunales, ajenas por completo a la lógica y al poder municipal, son el insumo masivo para  el desarrollo anárquico de vivienda en la periferia urbana. Además, como es sabido,  la incapacidad recaudatoria de los gobiernos municipales (menos de 0.07 del PIB)  por medio del impuesto predial y otros derechos y tarifas locales, les impone un generalizado raquitismo presupuestal, con el que tienden a justificar sus omisiones en servicios públicos y en regulación territorial,  y sus violaciones a la normatividad. No se les premia ni castiga por su desempeño en la distribución de participaciones y aportaciones federales.


Es el lado oscuro del federalismo, a cubierto de la letra constitucional. Se ampara en una paupérrima fiscalidad municipal, y en el  carácter efímero de los gobiernos locales. Se nutre con  la laxitud, temor o renuncia regulatoria del gobierno federal, y con la ausencia de incentivos en los mecanismos de coordinación fiscal.