
Los combustibles fósiles vinieron al rescate; el carbón inglés hacia finales del siglo XVIII, y el petróleo norteamericano en Pensilvania a mediados del XIX. Se trata en esencia también de fotosíntesis, pero acumulada a lo largo de cientos de millones de años; y forjada en hidrocarburos por tiempos y fuerzas de escala tectónica. Ofrecen energía concentrada, de muy alta densidad y calidad, con sólo impactos puntuales sobre el territorio y por tanto, sobre la PPN del planeta (a excepción de la barbarie petrolera canadiense de arenas bituminosas). Ciertamente no son renovables, pero su abundancia ha superado toda expectativa, habiendo silenciado a quienes pronosticaban su agotamiento: Hubbert y el punto del Peak Oil... La breve edad del petróleo fenecerá no por escasez, como tampoco (ya lugar común) llegó a su fin la Edad de Piedra por escasez de piedras. Imperativos de lucha contra el cambio climático, eficiencias crecientes y asombrosas, las energías renovables (solar fotovoltaica, eólica), el gas natural de lutitas, y la energía nuclear terminarán con ella durante el siglo XXI. Desde luego, no serán los biocombustibles de origen agrícola, a los que la racionalidad más elemental debe llevarnos a descartar cuanto antes.
La bajísima densidad territorial de los biocombustibles líquidos agrícolas (etanol, biodiesel) los delata de inmediato: apenas 1 Watt por metro cuadrado en promedio; en los combustibles fósiles este parámetro es hasta mil veces mayor. El significado es rotundo; producir energéticos líquidos a partir de la fotosíntesis requiere de monocultivos gigantescos y una apropiación muy extensa del territorio y de su PPN. Brasil, que se ostenta en el mundo como primera potencia y epítome de eficiencia en etanol, destina más de ¡8 millones de hectáreas! a producir un volumen de etanol equivalente a la mitad de la gasolina demandada en México. Para dimensionar la brutal competencia por la tierra que implica, digamos que esta área es 30% mayor a toda la superficie agrícola bajo riego, e igual a la tercera parte de toda el área usada por la agricultura (riego y temporal) mexicana. Más aún; el cultivo de caña de azúcar (buena parte para etanol) en Brasil consume 80 mil millones de metros cúbicos de agua al año, volumen semejante a ¡toda el agua utilizada en nuestro país! en riego agrícola, uso industrial y urbano. El absurdo es evidente. Significa retroceder al patrón de producción de energía previo a la revolución industrial, basado en la fotosíntesis y en una ocupación delirante del territorio, en menoscabo de la conservación del agua y la biodiversidad, y de la producción de alimentos en el escenario de presiones demográficas sin precedente. Debe aprovecharse la reforma energética para conjurar esta locura.