viernes, 23 de septiembre de 2011

MARCELO


El Distrito Federal ha sufrido cambios notables en su andamiaje institucional durante 15 años de gobiernos de izquierda. Destaca la dispersión de facultades técnicas, de gestión urbana,  y de poder real, hacia la Asamblea Legislativa y a las delegaciones, a la par del desmantelamiento de capacidades operativas y de planeación dentro del gobierno central. También, la consolidación de una estructura corporativa integrada al partido gobernante, que por un lado ofrece soporte y legitimidad clientelar, pero, por el otro, coarta de manera tajante los espacios de autonomía para las políticas públicas e impone su ley e intereses en la ciudad. Entre sus pilares más conspicuos están transportistas,  vendedores callejeros,  demandantes de vivienda, sindicatos, y una variopinta gama de organizaciones sociales. Es una  reproducción vernácula  del gran edificio corporativo edificado por el PRI en México durante buena parte del siglo XX.  Sobresale igualmente la creación de una extensa red asistencialista financiada con presupuestos gubernamentales  a través de subvenciones directas (ancianos, estudiantes, desempleados) y de subsidios generalizados a servicios públicos (como al metro, y en menor medida al agua).  Ciertamente esto contribuye a mitigar desigualdades,  a crear condiciones mínimas de cohesión social, y a asegurar lazos de lealtad electoral. Pero rigidiza (casi son políticamente irreversibles) y compromete la solvencia del erario de la ciudad,  además de deteriorar la salud financiera y la calidad de los propios servicios públicos. (Ojo: determinados subsidios pueden ser necesarios, pero deben ser focalizados, no universales). El estrechamiento fiscal se acentúa por el abultado endeudamiento heredado del gobierno anterior (que duplicó la deuda del DF y su servicio entre el 2000 y el 2006), por reglas inequitativas de reparto en las participaciones federales, y por la comprensible resistencia a la imposición de nuevas contribuciones.

En este complejo mecanismo de frenos y palancas se ha insertado el gobierno de Marcelo Ebrard en la Ciudad de México. Entenderlo, es indispensable para valorar su gestión de manera objetiva, junto con  las camisas de fuerza que lo aprisionan y  las oportunidades que la ciudad le ha ofrecido, y también,  a la luz de los atributos subjetivos del personaje. Probablemente Marcelo ha sido el gobernante con mayor conocimiento y competencia en la ciudad, con una visión moderna, y  una destreza notable para operar dentro de la jungla de intereses partidarios y corporativos que atestan al Distrito Federal, incluidas las trampas y presiones de su inefable predecesor. 

Así, no deben escatimársele sus logros: Mantenimiento e incluso mejora en la seguridad pública, algo doblemente meritorio en el desgarrador contexto nacional; impulso al transporte colectivo a través del Metrobús, la línea 12 del metro, y  autobuses de RTP; nueva infraestructura de movilidad vehicular – indispensable, vista desde el realismo urbano –  donde destaca  la construcción de vialidades de cuota financiadas por empresas privadas y por los usuarios, no por el erario público; bicicletas públicas como nueva opción de movilidad; restauración y dignificación peatonal del eje que va del Monumento a la Revolución y Plaza de la República a la calle de Madero; fuerte impulso a la inversión inmobiliaria, loablemente en Reforma; y desde luego, un clima apreciable de tolerancia y libertades ciudadanas. Pero tampoco, y en su complicada circunstancia, deben soslayarse  los pasivos acumulados en su administración.  Entre ellos, la entrega del espacio público a mafias de vendedores callejeros, y su degradación, especialmente  en estaciones del metro y paraderos de microbuses, al igual que en áreas emblemáticas como Chapultepec, la Alameda Central y numerosas plazas y calles; una decadencia urbana deprimente en corredores estratégicos, como Insurgentes centro; y, un fracaso ostensible en pavimentación, y en gestión de residuos, particularmente en el Bordo Poniente.

Dentro de todo, Marcelo ha sido capaz de construir una narrativa coherente, atractiva  y racional de gobierno, que ahora, proyectada, le ofrece una plataforma muy valiosa para lanzar una candidatura presidencial competitiva. Sin ella, y sin él, la izquierda seguiría hundiéndose en el mesianismo aldeano, abrazada férreamente  al populismo resentido como única ideología visible.

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