Barak Obama no ha sido un presidente particularmente asertivo; sus titubeos, repliegues y vacíos en política exterior son inquietantes para sus aliados, y tentadores para adversarios potenciales. Su insuficiente trabajo políticoduro con la oposición ha implicado una administración poco productiva. No obstante, cierto es que pagó facturas ajenas por la crisis del 2008, y que se vio compelido a resolver costosos entuertos militares heredados por su predecesor. También, es verdad que le ha tocado un tiempo de recrudecimiento en las guerras ideológicas domésticas desatadas por la ultraderecha (que abandera causas tan extravagantes como el creacionismo divino y la negación del calentamiento global). En el contexto de un Congreso dividido, el bloqueo legislativo ha hecho abortar iniciativas estratégicas en seguridad social, medio ambiente, presupuesto, inmigración, reforma fiscal, y desde luego, cambio climático. Además, Obama ha enfrentado restricciones fiscales inéditas, una opinión pública cada vez más aislacionista, y un persistente ambiente económico recesivo.
Así, durante su primer período, fracasaron sus intentos de hacer pasar por el Congreso una legislación climática indispensable para participar activamente en un nuevo acuerdo internacional. Junto con la negativa de China a asumir compromisos vinculantes de reducción de emisiones, esto ha paralizado todo el proceso de negociación en el seno de la ONU. Recordemos que China es el primer país emisor de gases de efecto invernadero en el mundo, seguido por Estados Unidos. Sus emisiones sumadas, alcanzan cerca del 45% del total global.
Ante el bloqueo legislativo, Obama recurrió en 2012 a interpretar al CO2 como un contaminante que “pone en riesgo la salud de la población”, para que pudiese caer dentro de las facultades regulatorias de la Agencia de Protección Ambiental (EPA), de acuerdo a la Ley del Aire Limpio. La impugnación judicial de los republicanos no se hizo esperar, y el caso llegó hasta la Suprema Corte de Justicia, que finalmente dio la razón al Presidente. Sobre esta base, Obama recurrió en días recientes a sus poderes ejecutivos para mandatar a la EPA a regular las emisiones de CO2 de las plantas termoeléctricas de carbón, que representan más del 52% de la capacidad de generación eléctrica en los Estados Unidos, y un 40% en el inventario total de emisiones de ese país. Las regulaciones anunciadas harán extinguirse gradualmente a la industria del carbón. Habrá una oposición militante de legisladores tanto republicanos como demócratas, especialmente en los estados de Kentucky, Virginia Oeste, Pensilvania, Kansas y otros, donde la industria carbonífera es sumamente poderosa y representa una considerable fuente de empleo local.
El mandato regulatorio de Obama es tal, que se proyecta una reducción de 30% en las emisiones de los Estados Unidos en el 2030, algo que tiene varias implicaciones trascendentes. La primera es que permite a Estados Unidos retomar liderazgo en el tema a escala multilateral para reanimar el proceso de negociación hacia un nuevo acuerdo de lucha contra el cambio climático. La segunda es que eliminará una poderosa justificación para la resistencia de China a asumir compromisos vinculantes. La tercera es que significará una mejora sustancial en la calidad del aire en grandes regiones de los Estados Unidos, en particular en cuanto a lluvia ácida y óxidos de azufre, partículas respirables, y diversas sustancias altamente tóxicas (como el mercurio), e incluso radiactivas (como el uranio, el torio, y el potasio 40) que están presentes naturalmente en el carbón, y que después de la combustión se integran a la escoria o bien son emitidas y dispersadas en la atmósfera. La cuarta, es que tenderá a cambiar la matriz energética norteamericana, dará pie al renacimiento de la energía nuclear, y dará un impulso definitivo a las energías renovables. ¿Y México, qué?